Lecturas bíblicas:
Prophetia: Sab 18,20-24; Psalendum: Sal 1,1-3;Apostolus: 2 Tim 2,1-10; Evangelium: Jn 12,24-26; 13,16-17.20; 14,6.12-13; Lc 8,22-27
Queridos hermanos sacerdotes;
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades civiles y militares;
Queridos hermanos y hermanas:
La solemnidad del Patrón de la diócesis y de la ciudad de Almería nos llena de gozo, porque en este varón apostólico tiene origen la fundación de la Iglesia de Urci, que daría lugar a la Iglesia de Almería. En la demarcación territorial de esta Iglesia se integraron en el transcurso de los siglos algunas de las sedes episcopales hispanorromanas, además de la antigua sede urcitana de san Indalecio.
Hemos querido celebrar este año la santa Misa de la solemnidad en el rito hispano o hispano-mozárabe en honor de nuestro Patrón, uno de los varones apostólicos enviados. San Indalecio como los otros varones apostólicos según la tradición legendaria habrían sido enviados a Hispania por los apóstoles Pedro y Pablo desde Roma. Esta tradición que, además, los contempla como mártires, ha sido corregida en la moderna edición del Martirologio Romano, que fija la presencia los varones apostólicos en Hispania, acompañada de su obra evangelizadora, entre los años de la segunda mitad del siglo III y principios del siglo IV.
Como se dice en la introducción a la misa que estamos celebrando, el rito hispano se fue configurándose a partir del siglo V y lo encontramos plenamente cuajado en los siglos VI. Este rito occidental latino se extendió por toda la península Ibérica en el siglo VII, implantado incluso en los territorios franceses del reino de los visigodos con capital en Tolosa de Francia. Esta presencia se extendió hasta que los visigodos fueron vencidos por los francos, y los visigodos se vieron empujados por el reino franco a la península Ibérica, estableciéndose en el reino hispano-visigodo de Toledo.
El rito hispano recibe el nombre de mozárabe, por ser esta la denominación de los cristianos sometidos por los musulmanes. Los cristianos fueron refugiándose progresivamente en los reinos del norte, incluido el reino de los francos, a causa de la persecución musulmana y la opresión padecida por los cristianos como sometidos. El rito pervivió gracias a estos cristianos tanto en los territorios de Iberia donde permanecieron como en aquellos territorios a los que emigraron.
San Indalecio es biográficamente el obispo fundador de la Iglesia de Urci, pero es también un Pontífice mártir de la fe que predicaba según la tradición más antigua, aunque en la edición última, el Martirologio Romano ya no habla expresamente de su martirio. Es, sin embargo, muy probable, tal como quiere la liturgia mozárabe, porque el martirio acompaña la predicación apostólica desde los orígenes de la Iglesia, un camino de victoria sobre la muerte inaugurado por Jesús. Se trata, por ello, de un camino que corresponde recorrer al discípulo y que acredita el Evangelio. Este camino quedó trazado por Jesús, al dirigirse a las santas mujeres que lloraban viéndolo caminar hacia el Calvario cargado con la cruz donde iba a ser clavado: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos (…) porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?» (Lc 23,28.31).
Las causas externas o al menos aparentes de las persecuciones padecidas por la Iglesia pueden ser diversas en sus mismas motivaciones inmediatas, pero todas obedecen a un mismo patrón interno: el mundo, no en cuanto creación de Dios, sino como “ámbito donde impera el pecado”, y como tal el “reino de este mundo” no es compatible con el reino de Dios. Jesús mismo nos da la explicación, al decir: «Nadie puede ser a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo» (Mt 6,24). Es el mismo Jesús el que, en la noche de la última Cena coloca a los discípulos ante las consecuencias que lleva consigo el seguimiento de la senda del Evangelio. Jesús les trata de poner en conocimiento de lo que sucederá y les dice: «Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros (…) Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,18.20b).
Si nos preguntamos por la causa de este odio, Jesús mismo nos da también la respuesta: «Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia» (Jn 15,19). La Iglesia, prolongando el mensaje de Jesús, pide la conversión a Dios como instancia de valor absoluto y a esto no está dispuesto el reino del mundo, que reclama para sí la apuesta incondicional y absoluta de quien se le entrega. La persecución ha acompañado la vida de la Iglesia desde sus comienzos precisamente por esto, por negarse a equiparar el reino de Dios y el reino del mundo. Sucedió incluso después tras la paz de Constantino y en tiempos de dominación cristiana, los cristianos fueron perseguidos en la medida en que su oposición o resistencia al poder político resultaba un desafío para el reino de este mundo. Como resultó un reto lanzado a la cristiandad su sometimiento al poder de este mundo, un reto para la acción evangelizadora de la Iglesia en la sociedad de cada época.
¿Cómo no hacernos eco de los cristianos que hoy son perseguidos duramente en el mundo? La crueldad de los perseguidores ha dejado un saldo de muertes que sólo alivia la gloria del martirio de los cristianos sacrificados por su fidelidad a Cristo. Los cristianos martirizados de hoy en tantas latitudes de la tierra que habitamos son como aquellos de los que habla el Apocalipsis, en los primeros tiempos de la Iglesia: «no amaron tanto la vida que temieran la muerte» (Ap 12,11).
Su martirio terminó imponiéndose como verdadera victoria sobre los poderes del mundo, tal como queda reflejada esta victoria en la lectura de la Prophetia que acabamos de escuchar. La muerte de los justos que sucumbieron en el desierto, camino de la tierra prometida, experimentaron en la muerte como prueba para su fe, aunque ellos no habían merecido el castigo que Dios enviaba para los malvados. Del mismo modo, la muerte de los mártires los colocó ante la prueba de su propio sacrificio por amor a Cristo. Del mismo modo también que un hombre irreprochable como el sumo sacerdote Aarón aplacó la ira de Dios, orando en favor de los de los justos probados y ofreciendo el suave perfume del incienso como sacrificio de alabanza expiatorio por los pecados de los caídos, así Cristo intercedió por los pecadores.
El libro de la Sabiduría dice que Aarón ejerció el ministerio de intercesión: «También a los justos alcanzó la prueba de la muerte y una multitud de ellos pereció en el desierto. Pero aquella ira no duró mucho, porque pronto un hombre intachable salió en su defensa» (Sab 18,20). No lo hizo con las armas, explica el autor sagrado que está refiriendo cómo el castigo contra los que fueron rebeldes en el desierto contra Moisés y Aarón fueron castigados por Dios. Dios los castigó merecidamente y quedaron sus cuerpos tendidos en el desierto, arrastrando al castigo a los justos (cf. Núm 16,25-33). La obra de intercesión el sumo sacerdote la llevó a cabo con el ministerio de la oración y de la ofrenda expiatoria del incienso.
Del mismo modo Jesús desde la cruz intercedió por sus propios verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Convertido en Mediador único entre Dios y los hombres, Jesús por su resurrección de entre los muertos «está a la diestra de Dios e intercede por nosotros» (Rm 8,34). Por eso dice el autor de la carta a los Hebreos que el sacerdocio de Cristo es superior al sacerdocio de la Alianza antigua; de suerte que tenemos un sumo sacerdote que penetró los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, y por tanto «no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros menos en el pecado», y por ello bien podemos «acercarnos confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un auxilio oportuno» (Hb 4,15-16).
La vida del apóstol es sembrar e interceder por aquellos a quienes se destina la palabra de la vida, cumpliendo el mandato de Cristo; y esperar con paciencia que la siembra dé su fruto a su tiempo, como el labrador espera el fruto de la semilla sembrada, como dice san Pablo a su colaborador el Obispo Timoteo. El apóstol ha de sembrar la palabra de Dios mientras entrega su vida, muchas veces a girones, dejándola también sembrada en surco de la siembra como pastor bueno que da la vida por sus ovejas, imitando su Señor, Jesucristo, el verdadero Pastor y Obispo de nuestras almas.
Así consagró su vida san Indalecio a la proclamación de la palabra de Dios, dejando en el martirio sembrando su cuerpo en la tierra que evangelizó, para que de ella fructificara la Iglesia de Urci que, con el tiempo, después del período visigótico y todavía durante la dominación musulmana vendría a ser, primero la Iglesia titular de Almería desde el siglo XIII, y nunca dejó de serlo hasta su restauración por los Reyes Católicos, con el primer obispo Juan de Ortega de la Iglesia almeriense restaurada.
San Indalecio supo sembrarse en el surco, sabedor por su firme fe en el Señor, inserto en la tradición apostólica, de que «si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, no da fruto, pero si muere da mucho fruto». También nosotros en un tiempo difícil estamos llamados a una nueva evangelización, a la que nos han convocado los últimos papas con especial reclamo de fidelidad a la misión de la Iglesia, que es atraer a Cristo a las generaciones de todos los tiempos.
Pidamos a la Santísima Virgen del Mar, copatrona con san Indalecio de la ciudad y la diócesis y estrella de la evangelización, que nos ayude a orientar con fidelidad a la fe de la Iglesia y compromiso por el Evangelio; que nos ayude en esta misión de llevar a los hombres el mensaje evangélico que hemos recibido de la predicación apostólica y nos ha hecho conocedores del amor de Dios revelado en Jesucristo. Que la intercesión del Pontífice mártir san Indalecio alcance lo que hoy y siempre le pedimos para nuestra diócesis y ciudad.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
15 de mayo de 2019
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
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